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precoz. No hay lector verdadero que no haya sido un lector precoz. La precocidad, aquí, no es un accidente singular sino un elemento esencial, también singular pero constitutivo, que más que caracterizar una práctica la determina por completo. Se empieza a leer antes de ser capaz de hacerlo, siempre. De esa condición le interesan dos cosas, que actúan en simultáneo pero merecen distinguirse.

Una: la idea –teñida de voluntarismo- de que en la precocidad no hay tanto la excepcionalidad de una disposición temprana como una voluntad, un afán, una avidez de advenedizo. Precoz, pues, no es el que descubre y hace contacto con lo que desea antes que otros. Más que la consumación prematura de una relación feliz, de encuentro, entre un sujeto y un objeto de deseo, la precocidad es la relación fallida, desequilibrada, fuera de escala, entre un sujeto y un objeto cuya altura no está del todo. La diferencia no es menor. El precoz tradicional (el precoz prodigio, digamos) no sabe que no sabe (leer, escribir, pintar, lo que sea); empujado por una inclinación natural, madrugadora, se limita a lanzarse sobre su objeto, como un depredador. El otro, en cambio, casi no tiene conciencia de otra cosa que todo lo que le falta; sabe perfectamente que no sabe, sabe todo lo que le hace falta aún para saber, y “soluciona” esa brecha como puede –en principio, fingiendo.

                Porque en ese lector precoz de flequillo y zapatos abotinados que lee un libro al revés sentado en el cordón de la vereda él nunca ha reconocido a un prodigio, ni nada que remita a un superpoder. Reconoce más bien a un actor, un farsante, alguien competente no para hacer lo que hace de cuenta que hacer (leer) sino para simular ser alguien que no es, que por el momento es imposible que sea: un lector. Así, él, que nunca quiso “ser escritor” sino escribir (a tal punto que hasta bien entrada su vida de escritor niega de derecho la existencia de los escritores), comprende –es lo que le enseña su propia escena originaria de lector- que antes de querer leer, entre los tres y los cuatro años, con su abuela alemana como único modelo, probablemente, quiso ser un lector, aislarse como ha observado que se aíslan los lectores, concentrarse y olvidarse del cuerpo y ser indiferente y remoto y deseable como ellos. No hay mucho mérito, pues, en esta forma de precocidad, y si la hay no tiene que ver con el talento o el don, tiene que ver con la autosugestión, la fe, la tenacidad, la disciplina para creer en la farsa que se ha montado, para gozar de ella y practicarla con disciplina y alegría, hasta convertirla en destino (que los otros, si no toman la cosas con pinzas, convertirán a su vez, retroactivamente, en un prodigio de precocidad).

                La otra idea, más experimental, digamos, tiene que ver con lo que ese encuentro de fuerzas tan dispares (el farsante del flequillo, la lectura, los libros) es capaz de deparar, que puede ser desastroso o sublime pero nunca será lo que se espera que sea. Porque, enfrentadas por fin con lo que tanto codicia, toda voluntad, el ahínco, la porfía del impostor, tan de parvenu del siglo XIX, se desvanecen en un segundo, naturalizadas, como superpoderes de pacotilla, por la radiación que tuvieron la imprudencia de desafiar. Leer, pues, ya no es hacer algo con alqo que está escrito; es someterse, exponerse, radiarse con él (como dice que se radian ciertos enfermos). El lector farsante es léido (véase). Es un momento crítico, del que depende todo. El impostor puede asustarse y huir. Puede sortear, negándola, la situación. Pero también puede quedarse quieto, y asentir, y contener la respiración, de esos rayos que lo marcarán para siempre. Así, en ese momento, cuando más desvalido, más pasivo, más víctima es de su propia hubris, el impostor tropieza con una sorpresa providencial, suerte de milagro que transforma sus minusvalías en un inesperado saber, o más bien en una astucia o una treta de dragón: se da cuenta de que al desear leer antes de tiempo no hace sino intensificar el efecto que la lectura tendrá en él, en ese tesoro de vulnerabilidad que son su imaginación y su cuerpo, igual que una droga prende y pega más cuando el organismo que la recibe tiene bajas las defensas.

                De ahí el derecho que se arroga, le pidan consejo o no –lo que prueba hasta qué punto considera el asunto crucial para su militancia de lector-, de preconizar la temeridad que la mayoría de los manuales de psicopedagogía desalientan: leer (y dar a leer) libros “que no son para la edad” del destinatario. En esas lecturas desafiantes, que exigen más u otra cosa que las armas que ofrecen la curiosidad, el interés o la competencia del lector, le gusta ver no la causa posible de un trauma, el exceso insensato que justificaría la renuncia y la alergia a la lectura –según reza su fe, jamás un episodio de lectura, por cruento, inoportuno o impertinente que sea, ha sido ni será culpable de una aversión a la lectura-, sino la promesa, por no decir la garantía, de una captura y un influyo que ninguna lectura apropiada, celosa de las proporciones, estará jamás en condiciones de provocar. Las lecturas prematuras, como las mujeres que no son “de nuestro tipo” según Proust, son las peores –es decir, las más determinantes- porque toman al lector de sorpresa: ajenas al horizonte “natural” de lecturas dictado por su edad, el lector, que no las espera, carece de los anticuerpos que le permitirían filtrarlas, “traducirlas” a los idiomas que está preparado para digerir su sistema inmunológico. En esa pérdida, más o menos subrepticiamente, además, funda dos de sus convicciones (sus fobias) más preciadas de lector. La primera apunta contra el dogma que hace de la comprensión el objetico, la condición y la caución de toda lectura benéfica, formativa, eficaz. Para él, “entender” es solo una capa de ese hojaldre complejo que es leer, no necesariamente la más importante, pero la ley con la que regula el campo múltiple de lo legible, arbitraria y perfectamente discutible, se da por sentada como si fuera un derecho sagrado. Todo “lo que no se entiende”, sea lo que sea, cae de inmediato en cuarentena, acusado de opaco, inútil, secundario, no pertinente o, lo que es peor, perjudicial. Su idea de la buena lectura es menos higiénica; sostiene que lo que no se entiende, en la medida, solo en la medida, en que tenga alguna relación, por tenue y sutil que sea, con lo que se entiende. Solo ese resto hermético, indescifrable, que sacude, hunde en el pasmo o deja perplejo, separa a la lectura de la única experiencia con la que no debería confundirse: una satisfacción –un hobby del gusto-, y le inyecta ese virus temporal que hará de ella un verdadero objeto de deseo: residualidad.

                (Los dos ejemplos que cita para defender un argumento tan poco defendible no son del todo convincentes, pero son personales y lleva años perfeccionando el tono y la argumentación con que los despliega. El primero no es un libro sino una película [pero, como queda dicho en otra parte –véase estructuralistas-, para él, de cara a una fenomenología doméstica de la lectura, entre una cosa y otra no hay mayor diferencia]: Odisea del espacio. El film de Kubrick se estrena en el país en abril de 1968, y él lo ve, en una especie de éxtasis alucinatorio que casi no se repetirá, una noche de verano del 69 en el cine Ópera de Mar del Plata, con su hermano mayor, medio escondidos, los dos, en el palco muy lateral al que los conduce, una vez comenzada la función, un acomodador uniformado de rojo, sin linterna, el mismo que pasa a buscarlos cuando corre el rodante de créditos final, antes de que se prendan las luces, y los custodia hasta la calle, dado que la película ha sido calificada como prohibida para menores de catorce años y ellos tienen nueve y once respectivamente, una contravención municipal pero sobre todo, dado los tiempos que corren -gobierno del general Juan Carlos “Morsa” Onganía-, moral, que los dueños del cine, conocidos de su madre, de espíritu permisivos pero atentos, al mismo tiempo, al perjuicio que podría ocasionarles la denuncia de uno de esos ciudadanos indignados que brotan como hongos con la dictadura militar, solo han aceptado pasar por alto con una condición: que los jóvenes polizones no se hagan notar por el resto del público. Nueve años tiene, y todo lo que no entiende de la fábula psicodélica de Kubrick es tanto, y tan deslumbrante, impregna y enrarece a tal punto lo poco, poquísimo que atina a entender, o más bien a reconocer, de lo que ve esa noche en la pantalla, que esa película, en cierto modo, nunca dejará de verla, la verá una y otra vez aunque no quiera, y cada vez que la vea, contra lo que se podría pensar –porque lo que no se ha entendido de entrada no se entenderá nunca, pero permitirá entender muchas otras cosas, si no Todo-, no la entenderá más sino menos, siempre menos. El segundo es El bloque de la noche de Djuna Barnes. ¿Cuántas veces lee ese libro diabólico? ¿Diez? ¿Quince? ¿Cuántas –secuestrado por su violencia lírica y sin entender, literalmente, una sola palabra? Y cada vez que vuelve a él, indefenso como la primera vez, con la esperanza insensata de, por fin, entender, celebra que la precocidad no sea sinónimo de juventud sino de rejuvenecimiento).

subrayar. ”Si reconoce las distintas cosechas de su letra manuscrita, puede determinar cómo cambió su manera de leer tal o cual libro a través de los años; es decir: cómo cambió él a secas, todo él, en la medida en que si hay un yo que haya llegado hasta hoy más o menos intacto, a la altura de la farsa de solidez que es su identidad jurídica, ese yo es su yo lector. Eslabón de enlace entre la lectura callada (gratuita, puramente placentera, amateur) y la lectura escrita (especializada, profesional), el subrayado, como le gusta llamar, genéricamente, al simple goce de dejar un rastro en la nieve de lo que lee, es quizás el único documento autobiográfico que no se atrevería a contradecir, que reconocería y aceptaría aun cuando lo comprometiera o lo humillara, tan fiel, preciso y no manipulable como para la vida de un árbol el dibujo de los anillos internos de su tronco”.

misterio. “Leer no es solo una pasión de la imaginación; es una práctica diaria, un trabajo, una misión, una militancia, un ritual de burocracia, un tratamiento, una disciplina, una fe, una costumbre, un pecado, una inversión, un compromiso, una deuda, un hobby, una droga –todo al mismo tiempo, todo el tiempo. No hay nada que haga con la misma frecuencia, la misma devoción, la misma obediencia bovina, el mismo grado de necesidad que leer. Dormir, tal vez, tal vez soñar, comer, respirar… Por naturalizada que está, esa coextensividad entre vida y lectura no deja de asombrarlo. ¿Cómo es que una sofisticada inversión de la cultura humana cobra estatuto de apremio orgánico y llega a infiltrarse en el elenco indigno pero impostergable de las llamadas funciones básicas?

vicio impune. “Leer, para él, es la experiencia mínima, modesta, económica, alrededor de la cual se despliega la multiplicidad del mundo. Como otros se jactan de sus hazañas sexuales, del variado repertorio de lugares, condiciones, posiciones y rituales en los que pusieron en juego su deseo, él se jacta de haber atravesado el bosque de lo que existe rendido a una pasión silenciosa y más bien célibe, que se abre y se cierra cada vez que sucede pero no se extingue nunca”.

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Trance. Un glosario | Alan Pauls | Ampersand, 2019