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Daniel Moyano, El viejito del acordeón, Hugo del Carril, Julio Korn, La Falda, Un silencio de corchea
Es el título de una polca muy popular en la Argentina de los años treinta. La letra cuenta la historia irrelevante de un viejo que ameniza con su instrumento (y su polca) una fiesta casera. Este personaje de ficción, al nacer, tenía ya una réplica en la realidad: Giuseppe Bellini, un italiano de Forli que de paso era mi abuelo materno. Conocí a ambos casi al mismo tiempo, y nunca pude diferenciarlos.
El viejito del acordeón revelado por la letra de la polca, está ahí como prestado, sólo para tocar, porque los verdaderos personajes son los invitados. No tiene más fuerza que su presencia. Lo mismo que mi abuelo, que para mí, cuarenta años después de haberlo conocido junto con la pieza musical, es casi un borrón en el tiempo, apenas unos bigotes, un sombrero, el teclado y acaso el fuelle del acordeón. Casi, diría, la ilustración de aquella partitura. Él mismo tocaba la polca del otro, tan compenetrado con ella que durante la ejecución se salía de su naturaleza hasta perderse en la de la ficción. Y ahora, cuando me dispongo a rescatar lo(s), no sé bien a cuál de los dos debo elegir.
Si el de la ficción, cuando salió a la luz en una elegante edición de Julio Korn, se dio con que todo lo que tenía que hacer en la realidad ya lo había hecho mi abuelo, a mi abuelo le pasaba algo parecido: llegado de Italia, en cuanto empieza a tocar, descubre que una canción cuenta su realidad como si fuese una ficción. Pero bueno, al fin se acostumbran a coexistir, y hoy su único heredero en la memoria y en el tiempo, o sea el susodicho, prefiere una saludable mezcla de los dos a la hora de poner esos recuerdos en palabras.
La cuestión es que el viejo llegó a La Falda (Córdoba de Argentina) a principios de este siglo que se va para siempre menos mal, procedente do Brazil todopoderoso, con Victoria su mujer a su lado, la pequeña María mia mamma bajo un brazo y la fisarmónica bajo el otro, comprada, a poco de bajar del barco, en Casa América/ Avenida de Mayo/ Buenos Aires, ignorante de que por esas calles porteñas se estaba cruzando con unos músicos fundacionales, ese Ignacio Corsini o ese Agustín Magaldi, y seguramente con el mismísimo Gardel.
El pueblo era entonces un letrero y la estación de trenes, y algunas casitas de colores junto a las calles recién trazadas. Todo tan triste y desolado que el viejo, para darle un poco de animación a esas calles desiertas, se puso a tocar unas machichas oídas y memorizadas en Minas Gerais, cuyos sonidos volcó alegremente a esas calles, tan vacías, en esas pocas casas con gente asomada a las ventanas para oír una música traída de las selvas pulmonares del Brasil.
Después de pronto habían pasado cuarenta años y el caserío, convertido en pueblo, era la forma del exilio del abuelo. Un territorio que, favorecido por el clima que creaban los tangos, sólo era capaz de generar melancolías y rencores, es decir, nostalgias del paraíso abandonado.
Pero él no tenía ni melancolías ni rencores porque no añoraba ni la Italia natal ni el Brasil compañero. Amaba en cambio algo que estaba entre esas dos patrias, un país sin bordes ni fronteras donde todo se daba incesantemente, al que sólo tenía acceso cuando tocaba el acordeón. Porque parece que fuera de su instrumento musical, no tenía otra manera de pertenecer al mundo. Una vez dijo su verdad más profunda: yo, sin acordeón, no sabría vivir.
Cuando no tocaba, iba de un lado para otro, sin saber hacia dónde ir ni dónde detenerse, sin poder darse cuenta siquiera de que eso le pasaba porque no estaba tocando. Después se daba un golpecito en la cabeza y sonreía, pero qué tonto soy, cómo no me di cuenta antes. Entonces sí sabía adónde ir, se dirigía resuelto hacia el mueble donde guardaba la fisarmónica, le quitaba la tirita que sujetaba el fuelle, la acariciaba un poco, hacía un glissé sobre los botones sin producir sonido y hurgando entre los intervalos entraba en ese país. Al llegar al lugar preciso que buscaba, apoyaba la cabeza en la parte izquierda del instrumento y fingía dormir, sin dejar de tocar. Nosotros oíamos sonidos; él, de allí para adentro, vaya a saber qué. La música es naturaleza y puede mover montañas.
Lo contrataban para tocar en las fiestas -lo mismo que a su sosías del otro costado de la realidad-, y de eso vivíamos. Cuando no había fiestas, tocaba en las tabernas. Yo pasaba el sombrero después de cada ejecución. A este viejo lo he metido, fragmentado, en algunas historias. Repartido. Ahora quiero reconstruirlo entero, como quien arma un puzzle. Aunque me falten algunas piezas.
Vivíamos en las afueras y a él le costaba caminar. Pie plano o vejez o algo de eso. Nuestros clientes exigían las novedades musicales; no teníamos radio y entonces había que ir a buscar la materia prima en el pueblo y pasárselas a él. Teníamos acceso a la música que iba apareciendo en nuestro país, por un sistema de propalación con altavoces en las esquinas, en lo alto de unos postes de madera. Allí arriba vi muchas veces, en la voz de Alberto Castillo, al Carrerito del Este encontrarse con su amada en la avenida Centenera y Tabaré. Allí estaba también la voz del querido Hugo del Carril, can(con)tándonos las desdichas quinceañeras de aquella muchacha del tango «Percal», ¿quién se acuerda ahora de su delicia adolescente? Había que escuchar atentamente la canción recién aparecida, memorizarla y luego silbársela o cantársela al viejo, que la introducía nota por nota a través de sus botones, en el interior de su instrumento, como si éste fuese una computadora.
Ir a buscar piezas al pueblo era un privilegio. Significaba tener oído, o sea poder traerlas en la memoria sin olvidarse de un a so la nota o de un so lo silencio; y sobre todo, convertirse en músico. Dos de sus hijos lo hacían maravillosamente. El viejo no encargaba a cualquiera una tarea tan delicada.
Un día, fabuloso para mí, me habló de un vals nuevo que acababa de salir y que estaban propalando. Él habla oído unos compases, traídos por el viento, y eran buenísimos. Le recordaban el canto de un pájaro del Brasil. Y para traer ese vals me había elegido a mí. Lo queda «calentito». No sé a qué se refería con esa palabra. La pieza acababa de salir y hacía furor en las radios y en las pistas de baile. Las piernas me temblaron de miedo y de alegría al mismo tiempo.
Mis tíos, que tenían casi veinte años y bigote, esperaban a sus novias apoyados en los postes de los altavoces, memorizando de paso, si era nueva, la música que transmitían. Consideré que el vals que había ido a esperar era la cita con la primera novia. Lo hablan anunciado, en cuanto acabara la propaganda sonaría. Se llamaba «Gota de lluvia».
Sabía que mis tíos, maestros en memorizar una pieza con una sola audición, jamás prestaban oído a las palabras de la propaganda. Ni siquiera les entraba por un oído y les salía por el otro. Las dejaban p.lsa r de largo, a fin de que no ocupasen valiosos espacios de la memoria des tinados a la música, y después se las llevaba el viento. Y dedicaban ese tiempo vado a la delectación de la espera de esas muchachas tan dulces que más que de la calle parecían salir de las canciones. Yo en cambio me tragué con fruición esas palabras, una por una, para ayudarme con ellas, que eran dilaciones, a soportar el tremendo peso de la vida que se me venía encima aquella tarde desde los altavoces.
Acabada la propaganda empezaron las notas y eran ella apareciendo. Pegué el oído contra el poste, por donde venían, aparte, las vibraciones de los sonidos. Eran su cuerpo, lleno de verdad. La madera del poste tenía la consistencia del percal que la cubría. Nunca después ninguna novia entró tan fuerte en mí.
Cuando la pieza y la mujer acabaron, todo lleno de ellas inicié el camino de regreso a casa, caminando como agobiado por el peso del monumento sonoro que llevaba adentro, asentando apenas los pies para que su ruido contra el suelo no perturbara el ritmo ni mi concentración; el olvido de un solo compás podía producir la pérdida irremediable de todos.
El viejo, tan ansioso como yo, me esperaba acordeón en mano. La trajiste, ¿no? Sí, claro, aquí la tengo.
Se la entoné nota por nota, y él, botón por botón, las fue metiendo en la memoria interna del instrumento. La alegría le chispeaba por los ojos, como fuegos artificiales o como después de beberse las primeras copas.
Es lo más hermoso que escuché en mi vida, incluyendo los años del Brasil. Y me gusta cómo la has traído, sin olvidarte del más mínimo detalle. Ahora que la hemos encerrado dentro del acordeón, podremos sacarla de allí todas las veces que lo deseemos; ella siempre estará dispuesta y se quedará con nosotros para siempre. Seguramente el día de mañana serás músico; pero con partituras, no como nosotros, tocadores sin pentagrama, orejeros. Tocarás todos los instrumentos y dirigirás orquestas por el mundo; miren, ahí va el nieto de Bellini, dirán por ahí, cerca de Copenhague o bien de Rotterdam.
Tocó la pieza (es decir, la sacó del interior del acordeón apretando los mismos botones que había usado para introducirla), la tocó un par de veces para que yo comparara y dijera si era igual a la que había recogido al pie del poste del altavoz. Pero no pude comparar nada, la canción ya no es taba en mi memoria.
Nos acostamos temprano pero me dormí tardísimo, excitado por la melodía convertid a en cuerpo de mujer. El viejo dejó el acordeón sobre la mesa. En la alta noche, a la luz de la luna, los extremos platead os del fuelle brillaban significativos, ocultando adentro las tibiezas que había al otro lado del percal el día d e la primera cita. De las muchas melodías que le llevé al viejo durante esa larga pubertad, fue la única que nunca pude retener. Cada vez que él la tocaba, era nueva para mí, como si nunca hubiese pasado por mi memoria. Y ahora que el viejo ya no existe, ni el acordeón, y el país está tan lejos en el espacio y en el tiempo, es como si ese vals no hubiese existido nunca.
Por entonces le llevé al abuelo, sin que se me perdiera ni una sola nota, una acumulación de melodías que eran la historia verdadera de esos tiempos. Las guardó en el interior de su instrumento, y allí permanecieron mientras él tuvo vida. Después, vaya a saber qué destino tuvieron. Ni siquiera sé adónde fue aparar el acordeón. Era de principios de siglo pero en fin, los instrumentos duran más que las personas.
La cosa se está poniendo medio melancólica y solemne, pero todavía hay que decir que esas melodías viajaron conmigo en el barco que me trajo a España, sin que yo me enterara, porque ninguna se asomó a mi memoria durante la travesía. Acaso ellas eran de algún modo el viaje de regreso que nunca pudo hacer mi abuelo. O sea que no viajaban conmigo sino con él. No era yo quien salía del país sino él que regresaba a Europa, ya para nunca más volver a ese sueño que fue para los dos América.
Con las melodías que le llevé entonces y que me traje aquí, intento armar un puzzle a ver si consigo detener la huida del viejo hacia la cara oculta del tiempo; pero me falta una pieza, la de ese vals de aquel primer asombro. Como nunca me resigno a ese olvido, vuelvo a mezclar la baraja una y otra vez para empezar de nuevo, tengo que conseguirlo antes de que las imágenes huidizas del viejo traspongan definitivamente el horizonte y se borren para siempre.
Porque aun sabiendo que es imposible reconstruir al viejo faltándome esa pieza clave (de la misma manera que es imposible reconstruir el país que dejé), no puedo eludir la tentación de hacerlo, una y otra vez, de este lado del mar del tiempo, donde tantas cosas como ésa pierden su sentido al mezclarse con razones más extensas. Y ya no sé, porque se me borran, de qué viejito del acordeón estoy hablando, si es el del barco o el de la partitura.
Lo que nunca se borrará es su polca. Una vez, siendo él ya muy viejo, se la grabaron y la pasaron por radio. Nunca escuchó su grabación, en casa no teníamos ese aparato. Hoy se sabe que desde que la radio se inventó, las ondas han salvado en el espacio una distancia de unos cuarenta años luz, y que en los espacios intergalácticos quedan todavía millones de años y de años por recorrer. En esas ondas va la polca de mi abuelo, que como toda melodía es inmortal, y que seguirá sonando al otro lado del tiempo, cuando él y el que esto escribe y el que lo lee y muchos más sean la sombra de una sombra, sonará en otros oídos que por ahora nadie puede imaginar ni presentir.
(19 de octubre de 1989)
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Los fragmentos de la obra de Daniel Moyano que se citan en este blog pertenecen a los siguientes libros:
Tres golpes de timbal | Ed. Sudamericana 1990
Tres golpes de timbal | Alción Editora 1º edición 2012
Un silencio de corchea | Colección La ciudad de los naranjos | Biblioteca Mariano Moreno, de La Rioja
La espera y otros cuentos | Biblioteca básica argentina 1992
El oscuro | Ed. Sudamericana 1º edición 1968
La lombriz | Nueve 64 ediciones 1964
El trino del diablo | 1º edición Ed. Sudamericana 1974
Una luz muy lejana | Ed. Sudamericana 1º edición
El libro de navíos y borrascas | Editorial Gárgola
Dónde estás con tus ojos celestes | Editorial Gárgola
Un sudaca en la corte | Caballo negro editora
En la atmósfera | Editorial El mensú
El vuelo del tigre | Legasa literaria 1981
Las fotografías de Daniel Moyano fueron tomadas de internet y pertenecen al Archivo de Fotografías de Daniel Moyano, que se aloja en el Archivo Virtual Daniel Moyano, en el Centre de Recherches Latino-américaines de la Université de Poitiers, en Francia.
http://www2.mshs.univ-poitiers.fr/crla/contenidos/Moyano/Presentacion.html
http://amerika.revues.org/5739